Pese a las dificultades que me he visto obligado a sortear durante las primeras semanas, la obra al fin avanza al ritmo necesario. Una veintena de trabajadores, que durante esta semana ascenderá a veinticinco, trabaja incansablemente para acelerar los plazos antes de las vacaciones de Navidad.
El 24 por la tarde, sin tiempo que perder, un camión recogerá a toda la cuadrilla y los llevará a sus casas, en la zona de los cráteres -el área más bella, posiblemente, de Uganda-, mientras Bosco y yo viajaremos en su moto hacia el mismo destino.
El 25, día de Navidad, celebraremos en familia (aún por ver dónde y con quién, no me preocupa) y disfrutaremos de una interminable misa en Kasenda. Aunque no se parezca en nada a la de mis recuerdos, la Navidad aquí es, a su manera, bonita.
El 26, tras disfrutar del día libre con sus familias, los trabajadores regresarán a Fort Portal para continuar el 27 con el trabajo. Y a partir de ese instante, sprint final hasta la visita de mis clientes.
Sin embargo, la vida de un muzungu en pleno corazón de África no es siempre fácil. Especialmente en estas fechas, la nostalgia y la soledad afloran, y por eso esta carta que hoy escribo tiene tanta importancia.
El tiempo transcurre lento, mientras que los días vuelan. Cuando hace calor, el polvo inunda las carreteras; cuando llueve, estas se vuelven resbaladizas. Cargo el chubasquero en el fondo de mi mochila, fiel e inseparable compañera de viaje, y disfruto de la libertad de un trayecto en moto con la incertidumbre de qué tiempo hará dentro de una hora.
Quedamos en el bar de Fran, una terraza estupenda llena de música y vida, y disfruto de un helado o un café con Miguel Ángel y Laura. Hablamos de lo que supone vivir en Uganda, de nuestras desavenencias en lo profesional, de nuestras ilusiones y miedos. Compartimos vida y anulamos la soledad por un instante, pedimos otra ronda. Anochece y nos despedimos con la certeza de que pronto nos volveremos a encontrar. Pido la cena en el hotel con una hora de antelación, hago un poco de ejercicio y leo a García Márquez.
Tras una ducha caliente, pero de agua escasa, me traslado a través del móvil a mi otra realidad. Allí sigue mi madre con sus quehaceres, pendiente de que todo me salga bien; Emilio con su nuevo trabajo y un futuro ilusionante, Sebas que pasa de mí aunque en el fondo me quiera, Silvia con sus deseos de venir hasta aquí algún día, Tamara con su apoyo y complicidad diaria.
Pero es de noche, y el día se acabó hace tiempo en este recóndito escondite del mundo. Así que regreso a Macondo o al Salzburgo natal de Mozart -cuya biografía también estoy releyendo- y me sumerjo en mí mismo, al igual que cuando juego una partida de ajedrez. E4, caballo a F3, alfil B5 y enroque. Me cubro con el edredón y escucho de fondo la música de algún bar cercano. Aparecen los grillos y me quedo al fin dormido.
A veces no recuerdo quién soy ni qué hago aquí, pero prefiero seguir mi instinto y caminar de la mano de la libertad. En un mes, cuando esté prácticamente terminado este orfanato para bebés, entenderé una vez más mi propósito y mi papel en este mundo. Entretanto, gracias por permitirme compartir a través de este texto mi particular tránsito a lo largo de estos cien años de soledad.
Qué bonito Rafa!!!