Hoy se cumplen exactamente tres años desde el día en que llegué a África por primera vez.
Aquel 11 de septiembre de 2021 aterricé en Nairobi con la emoción de un niño. Estaba saltando al vacío, dejando atrás una vida para descubrir un mundo nuevo y, de paso, buscar mi sitio en él. Lo hice sin billete de vuelta, a sabiendas de que la aventura duraría meses, guiado por el instinto de quien sabe que ya no pertenece a un lugar y necesita vagabundear en busca de quién sabe qué.
Durante los años previos a ese viaje, mi vida fue bien distinta. Los únicos aviones que cogía eran los que me acercaban a casa cada pocos meses desde Barcelona, donde viví durante cinco años. Allí había conseguido mis primeros trabajos y trabado buenas amistades. Mi vida era bastante normal, incluso exitosa, según quién lo juzgase. Tenía trabajos decentes -dentro de lo que el sector de la arquitectura permitía-, vivía en un ático con terraza en una de las mejores zonas de la ciudad y gozaba de una juventud que me permitía disfrutar la vida a tope. ¿Qué más podía pedir?
Sin embargo, un día todo aquello se torció. Barcelona, de repente, dejó de ser la ciudad de mis sueños y se convirtió en una mezcla de días ruidosos y un tortuoso y estresante ritmo de vida. Ya no veía las calles que me enamoraron años atrás, sino las prisas adelantándome por la acera, sabedoras de que el semáforo se pondría inevitablemente en rojo. Aquellos bon dia que alegraban mis mañanas se convirtieron en rostros enfadados que no se giraban a saludar, y hasta yo mismo sentí que me contagiaba de aquella dinámica. Un día me pregunté, ¿qué hago yo aquí?
Cuando cumplí 27 años, en febrero de 2021, sentí que tocaba fondo. Paradójicamente, lo tenía todo. Sin embargo, me sentía vacío, triste y apagado. Luego llegó la ansiedad, que se cuela por la rendija de la puerta cuando no te das cuenta y te ataca cuando no la esperas; se sumaron las taquicardias, la nostalgia, el dolor, el miedo. Así que me bajé del tren porque no me quedaba otra opción y decidí enfrentar la situación de la única manera que encontré: huyendo.
Y así llegué a Nairobi, desorientado pero deseoso de aventura. De perderme entre nuevos parajes, conocer a gente nueva, descubrir culturas que hasta entonces me eran completamente desconocidas.
Los dos meses que pasé en Mfangano, una diminuta isla perdida en mitad del Lago Victoria, cambiaron para siempre mi concepción de la vida y el mundo. Allí me acostumbré a vivir lento, y aquello me transformó por completo. Olvidé el reloj en el cajón, tiré piedras contra el lago y me rodeé de infancia para descubrir cómo podía contribuir a hacer del mundo un lugar menos inhóspito.
Luego llegó Uganda, por casualidad, tras la propuesta de Kelele África de dirigir unas obras como voluntario en Kumwenya Eco School, su escuela de primaria. Y allí me planté para enfrentarme a una nueva aventura, retomando un contacto con la arquitectura que por aquel entonces daba por perdido. Aquellos meses en Kimya me reconciliaron con mi profesión y me hicieron sentir útil de nuevo. Al fin veía el impacto de mi trabajo, una sensación que no me ha abandonado hasta el día de hoy.
Había regresado la ilusión. Me estaba convirtiendo en un arquitecto en Uganda.
Para entonces, había olvidado por completo el pozo en que me encontraba meses atrás. Me sentía vivo, pese a que un accidente y una fuerte malaria me hicieron temer lo peor, y aunque no supiera con exactitud lo que vendría después, sentía que mi vida no sería lo mismo después de aquel viaje. Las piezas empezaban a encajar y todo tenía un sentido.
Varios meses después de mi regreso a España, mi futuro se antojaba incierto. África se me aparecía en sueños y pensaba en volver constantemente, aunque mi parte racional se encargaba de echar por tierra esa idea. ¿Ir a hacer qué? ¿Financiado por quién?
A finales de 2022 me sentía tan perdido que pensé que todo aquello había sido un error. No obstante, rechacé un trabajo bien pagado para un estudio de arquitectura. Me dolía explicarle a mi familia que lo rechazaba porque aquello no era, aunque no sabía decirles qué sí era. Semanas más tarde, la llamada que cambiaría mi futuro llegó. Y así, en marzo de 2023 me subí de nuevo a un avión para aterrizar directamente en Entebbe, donde un coche me esperaba para trasladarme a Masaka.
La aventura había empezado.
Han cambiado tantas cosas en estos tres años que no sabría por dónde empezar. Lo que sí sé es que no me equivocaba cuando dije que no a ciertos caminos y agradezco, con la perspectiva que el tiempo da, la paciencia y el apoyo que mi entorno tuvo conmigo. Cuando cumplí 29, le prometí a mi madre y mi hermana que aquello era una historia que acababa de empezar.
Visualicé por primera vez un camino que se iría descifrando paso a paso, pero no dudaba que era por allí. Esta vez no tenía dudas.
Miro hacia atrás con orgullo. Me asomo al espejo del pasado y sonrío cuando me encuentro con la mirada asustada de un hombre que aún no lo era; solo, perdido, con miedo. Sonrío porque, detrás de todo aquello, percibo valentía, confianza e ilusión. Sonrío porque vencí, porque ya han pasado tres años y soy quien quiero ser. Porque encontré mi lugar en el mundo y la forma de mejorarlo mínimamente.
Si has llegado hasta aquí, gracias.
Te espero en la próxima, que será pronto y estará cargada de ideas y novedades. Poco a poco, me atrevo a pensar en grande 🚀
Cada vez más inspirador con todas tus historias.
Me ha encantado conocer un poquito más de como llegaste a África 😄
Hola Rafael!!
Te sigo desde el día en que estuvimos hablando para resolver unas dudas técnicas de cimentaciones que tenías cuando trabajaste para Kelele Africa. Me alegra ver que vas encontrando tu sitio. Siempre me ha gustado colaborar con gente que quiere hacer un mundo mejor... Seguimos en contacto por si ves que en algún momento necesitas algo de ayuda técnica desde esta parte del mundo.
Gracias por compartir tu experiencia.
Pablo