Un conjunto de voces infantiles repite las frases del profesor en la distancia. Frente a mí, nada más abrir la puerta de mi cabaña, el lago Mwamba refleja con nitidez campos de plataneros y me acaricia con su brisa. Las cabras y alguna gallina despistada pasean tranquilamente a mi lado mientras olvido a posta el móvil junto a mi cama. Paseo descalzo sobre la hierba y rocío con agua fresca mi rostro. Acaricio a Kazan y me siento frente al paisaje. Huele a café.
Se cumple casi un mes desde que desperté con la terrible noticia del asesinato de la mujer de Ambrose. Me encontraba entonces en Masaka, preparado para acompañar a las chicas al aeropuerto. Él, por su parte, estaba en Fort Portal con el resto de la cuadrilla, listo para comenzar la semana en que su esposa daría a luz. Estaba previsto para el viernes. Anticipándose a las circunstancias, le había dejado dinero para trasladarse en coche al hospital y afrontar los gastos del parto. Todo estaba concertado, era cuestión de días. Sin embargo, la noche del 12 de enero, un desalmado acabó con su vida antes de robar todas sus pertenencias.
Cuando habla de ella, a Ambrose se le encharcan los ojos. Cuando menciona a sus hijos, la mirada se torna seria y decidida. “I’ll do it for them, they are the reason that I’m moving on”.
Anna Mary y James tienen cinco y tres años, respectivamente. Desde hace unas semanas viven con su abuela y el lunes pasado empezaron el cole. Su padre es un hombre trabajador, respetuoso, inteligente y bueno. Desde poco antes de que yo conociera a Bosco, Ambrose se convirtió en uno de los pilares de nuestro equipo. Cuando él habla, los demás escuchan. A su lado, los jóvenes aprenden a pasos agigantados, mientras que los veteranos asienten y sonríen con respeto. Su experiencia y su sabiduría lo convierten en un líder. Sin embargo, el progreso de las personas trabajadoras no está bien visto en las comunidades rurales de la Uganda profunda. Una Uganda que, por desgracia en este caso, me ha tocado conocer.
Desalmado, desesperado, desesperanzado, drogadicto, loco, malvado, cabrón. Podría haber usado cualquiera de estas palabras, pero ninguna supera al término inhumano. ¿Envidia, codicia, desesperación? ¿Qué puede llevar a una persona a matar a una mujer embarazada con tal de robarle? ¿Por qué a ellos? ¿Por qué así? Ella solo tenía 27 años, un tercer hijo en camino y toda una vida por delante. Ahora ya no está entre nosotros, ni su asesino tampoco. El pueblo lo mató días después, de noche, en el bosque. Ojo por ojo, diente por diente. No sentí pena alguna.
El sábado mantuve una conversación de dos horas y media con él. Hablamos de la vida, de la muerte, de lo caprichoso que es el destino. Me contó quién era, de dónde venía, qué le había traído hasta este pueblo remoto años atrás. De cómo vio morir a su hijo a los 28 días a causa de la maldición que, por envidia, cierta gente le había echado. En África sigue existiendo la magia negra, me lo había explicado un año atrás. Hablamos hasta que se hizo de noche y trazamos un plan para reflotar su vida. Planteé diferentes formas de apoyarle y me lo agradeció con las mejores palabras que alguien puede recibir: “You are a good man and I respect you. Thank you so much for caring and helping me on this tough moment. God bless you, my friend”.
Paseo descalzo sobre la hierba y rocío con agua fresca mi rostro. Acaricio a Kazan y me siento frente al paisaje. Huele a café. Recibo este mensaje, lloro de alegría.
Lo conseguiréis, cueste lo que cueste. Ánimo, compañero.
Buff, piel de gallina, Rafa. Qué duro vivir esto. Qué barbaridad. Un abrazo.
A veces, uno se sorprende de encontrar joyas escondidas bajo las piedras de Substack.